La Villa - César Aira



I

Una ocupación voluntaria de Maxi era ayudar a los cartoneros del barrio a transportar sus cargas. De un gesto casual había pasado a ser con el correr de los días un trabajo que se tomaba muy en serio. Empezó siendo algo tan natural como aliviar a un niño, o a una mujer embarazada, de una carga que parecían no poder soportar (aunque en realidad sí podían). Al poco tiempo ya no hacía distinciones, y le daba lo mismo que fueran chicos o grandes, hombres o mujeres: de cualquier modo él era más grande, más fuerte, y además lo hacía por gusto, sin que nadie se lo pidiera. Nunca se le ocurrió verlo como una tarea de caridad, o solidaridad, o cristia­nismo, o piedad, o lo que fuera; lo hacía, y basta. Era espontáneo como un pasatiempo: le habría cos­tado explicarlo si lo interrogaban, con las enormes dificultades de expresión que tenía; ante sí mismo, ni siquiera intentaba justificarlo. Con el tiempo se lo fue tomando en serio, y si un día, o mejor dicho una noche, no hubiera podido salir a hacer sus ron­das por el barrio, habría sentido agudamente que los cartoneros lo extrañaban, y se preguntaban "¿dónde estará?, ¿por qué no habrá venido?, ¿se ha­brá enojado con nosotros?". Pero nunca faltaba. No tenía otros compromisos que le impidieran salir a esa hora.

Llamarlos "cartoneros" era hacer uso de un eu­femismo, que todo el mundo había adoptado y ser­vía al propósito de entenderse (aunque también se entendía el nombre más brutal de "cirujas"). En realidad, el cartón, o el papel en general, era sólo una de sus especialidades. Otras eran el vidrio, las latitas, la madera, y de hecho donde hay necesidad no hay especialización. Salían a rebuscárselas, y no le hacían ascos a nada, ni siquiera a los restos de co­mida que encontraban en el fondo de las bolsas. Al fin de cuentas, bien podía ser que esos alimentos marginales o en mal estado fueran el verdadero ob­jetivo de sus trabajos, y todo lo demás, cartón, vi­drio, madera o lata, la excusa honorable.

En fin. Maxi no se preguntaba por qué lo hacían, apartaba discretamente la mirada cuando los veía revolver en la basura, y era como si sólo le impor­taran las cargas una vez que las habían hecho, y de ellas no el contenido sino sólo el peso. Ni siquiera se preguntaba por qué lo hacía él. Lo hacía porque podía, porque se le daba la gana, porque le daba un sentido a sus caminatas del atardecer. Empezó enel otoño, en las siniestras medias luces del crepúsculo, y cuando se le hizo un hábito la estación había avanzado y ya era noche oscura. Los cartone­ros salían a esa hora, no porque les gustase, ni por esconderse, sino porque la gente sacaba la basura al final del día, y a partir de ahí se creaba una urgen­cia, por ganarle de mano a los camiones recolecto­res que limpiaban con todo.

Era la hora mala para Maxi, siempre lo había si­do, desde chico, y ahora que entraba en los veinte años se acentuaba. Sufría de lo que se llama "cegue­ra nocturna", que por supuesto no es ceguera ni mucho menos, pero sí una dificultad muy moles­ta para distinguir las cosas en la oscuridad o con luz artificial. Tenía un ritmo circadiano diurno muy marcado, quién sabe si como causa o como efecto de este problema. Se despertaba con la primera luz, inevitablemente, y el derrumbe de todos sus siste­mas con la caída de la noche era abrupto y sin ape­laciones. De chico se había adaptado bien, porque era el ritmo natural de los niños, pero en la adoles­cencia lo había ido apartando de sus amigos y con­discípulos. Todos buscaban con avidez la noche, gozaban la libertad que les daba, se hacían adultos con sus enseñanzas; él lo había intentado, sin éxi­to. Ya había renunciado hacía rato; su camino era solitario, sólo suyo. Hacia los quince años, cuando ya se desenganchaba progresivamente de los hora­rios y los consiguientes intereses de sus compañeros, había empezado a ir al gimnasio. Su cuerpo res­pondió muy bien a las pesas, y había desarrollado músculos por todas partes. Era muy alto y corpu­lento, habría sido gordo de otro modo. Tal como eran las cosas, la gente que lo veía en la calle pensa­ba: "un patovica", o "una montaña de músculos sin cerebro". Y no estaban lejos de la verdad.

En marzo había dado algunas de las materias previas que tenía colgadas del bachillerato, y le que­daban otras, para julio o diciembre... o nunca. Su etapa de estudio se había ido extinguiendo de un modo tan gradual como definitivo, tanto hacia ade­lante como hacia atrás: en dirección al futuro, tan­to él como sus padres se habían ido convenciendo de que no volvería a estudiar nada nunca más: no había nacido para hacerlo, y era inútil; retrospectivamente, confirmando lo anterior, se había olvi­dado de todo lo que había estudiado en sus largos años de colegio. En la bisagra entre futuro y pasa­do quedaban esas materias, bien llamadas "pre­vias", flotando en una indecisión realmente per­pleja. De modo que cuando empezó ese otoño no tenía ocupación alguna. Se había pasado el verano preparando vagamente los exámenes, y su familia aceptaba que después de darlos siempre se tomaba un largo período de descanso, para recuperarse no tanto del esfuerzo como de la tristeza y el senti­miento de inadecuación que le producía el estudio.

Esta vez, y aunque lo habían bochado en las tres que dio, o inclusive por causa del fracaso, el apar­tamiento del mundo académico se profundizaba. Pese a que teóricamente debía volver a probar en ju­lio, y según el plan dar otras dos postergadas (¿o eran tres?), no podía ni pensar en el estudio, y na­die se lo recordó. Así que su única actividad fue el gimnasio. El padre, un comerciante acomodado, no lo apuraba a buscar trabajo. Ya habría tiempo para que encontrara su camino. Era un joven dócil, ca­riñoso, casero, hacía contrastecon su única herma­na, menor que él, rebelde y voluntariosa. Vivían en un lindo departamento moderno cerca de la Plaza Flores.

Las caminatas al atardecer habían empezado a fines del verano por varias causas conjuntas. Una era que a esa hora arreciaban las discusiones entre la hermana y la madre, y los gritos llenaban la casa. Otra, que su cuerpo había adquirido una necesidad de acción, y a esa hora hacía sonar una especie de alarma. Iba al gimnasio a la mañana, desde que lo abrían hasta el mediodía. Después del almuerzo dormía una siesta, tras la cual miraba televisión, hacía algunas compras, estaba en la casa... Esas lar­gas horas de inactividad le pesaban, de modo que se le hacía imperativo volver a ponerse en movi­miento. Había tratado de correr, en el Parque Chacabuco, pero era un poco demasiado pesado para correr, tenía demasiada musculatura, y su instruc­tor en el gimnasio se lo había desaconsejado, porque las vibraciones de la carrera podían llegar a mo­dificar el delicado equilibrio de sus articulaciones sobrecargadas por el peso muscular; además no le gustaba. Caminar en cambio era el ejercicio perfec­to. Coincidía con la hora en que salían los cartone­ros, y de esta coincidencia nació todo lo demás.

La profesión de cartonero o ciruja se había ve­nido instalando en la sociedad durante los últimos diez o quince años. A esta altura, ya no llamaba la atención. Se habían hecho invisibles, porque se movían con discreción, casi furtivos, de noche (y sólo durante un rato), y sobre todo porque se abri­gaban en un pliegue de la vida que en general la gente prefiere no ver.

Venían de las populosas villas miseria del Bajo de Flores, y volvían a ellas con su botín. Los había solitarios, y con ésos Maxi nunca se metía, o mon­tados en un carro con caballo. Pero la mayoría lle­vaba carros que tiraban ellos mismos, y salían en fa­milia. Si se hubiera preguntado si aceptarían o no su ayuda, si hubiera buscado las palabras para ofre­cerse, no lo habría hecho nunca. Lo hizo por casua­lidad, naturalmente, al cruzarse con un niño o una mujer embarazada (no recordaba cuál) sin poder mover casi una enorme bolsa, que él tomó de sus manos sin decir nada y levantó como si fuera una pluma y llevó hasta la esquina donde estaba el ca­rrito. Quizás esa vez le dieron las gracias, y se des­pidieron pensando "qué buen muchacho". Todo fue romper el hielo. Poco después podía hacerlo con cualquiera, hombres incluidos; le cedían el tra­bajo sin mosquearse, le señalaban el sitio donde ha­bían dejado su carrito, y allí iba. A él nada le pesa­ba, podría haberlos cargado a ellos también, con el otro brazo. Esa gente enclenque, mal alimentada, consumida por sus largas marchas, era dura y resis­tente, pero livianísima. La única precaución que aprendió a tomar antes de meter la carga en el ca­rrito era mirar adentro, porque solía haber un be­bé. Los niños chicos, de dos años para arriba, corre­teaban a la par de sus madres, y colaboraban a su modo en la busca en las pilas de bolsas de basura, aprendiendo el oficio. Si estaban apurados, y los chicos se demoraban, antes que escuchar sus gritos de impaciencia Maxi prefería alzarlos a todos, co­mo se recogen juguetes para hacer orden en un cuarto, y partía rumbo al carrito. En realidad siem­pre estaban apurados, porque corrían una carrera con los camionesrecolectores, que en algunas ca­lles venían pisándoles los talones. Y veían adelan­te, en la cuadra siguiente, grandes acumulaciones de bolsas muy prometedoras (tenían un olfato especial para saber dónde valía la pena detenerse); entonces se desesperaban, corría entre ellos una vibración de urgencia; unos partían a la disparada, por ejemplo el padre con uno de los hijos, el padre el más hábil en deshacer los nudos de las bolsas y elegir adentro, viendo en la oscuridad; la mujer se quedaba para tirar del carrito, porque no podían dejarlo demasiado lejos... Ahí intervenía Maxi: le decía que fuera con su marido, él les acercaría el vehículo, eso sabía cómo hacerlo, lo otro tenían ne­cesariamente que hacerlo ellos. Tomaba las dos va­ras y lo llevaba casi sin hacer fuerza, estuviera lle­no o vacío, como un juego, y a veces estaba lleno hasta desbordar: lo que le sobraba de fuerza le per­mitía evitar sacudirlo, cosa muy conveniente para su eje remendado, las ruedas precarias y la como­didad de la criatura que dormía adentro.

Con el tiempo llegaron a conocerlo todos los ci­rujas de la zona; era él quien no los distinguía, se le confundían, pero le daba lo mismo. Algunos lo es­peraban, los encontraba mirando hacia una esqui­na, y cuando lo veían apuraban el trámite: les aho­rraba tiempo, que era lo importante. No hablaban mucho, más bien casi nada, ni siquiera los chicos, que suelen ser tan charlatanes. Él los encontraba ca­si al salir de su casa, a veces bajaba hasta el otro lado de Rivadavia y de la vía del tren, donde pulula­ban a hora más temprana, y después los iba acompañando, pasando de una familia a otra, en su lento avance hacia el sur. Nunca intentaban retenerlo cuando los dejaba, entretenidos en alguna ve­ta rendidora: era como si reconocieran que otros un poco más allá lo necesitaban más que ellos.

Si había entre unos y otros un reparto de zonas y puntos productivos, era consuetudinario y tácito, quizás instintivo. Maxi nunca los vio pelearse, y ni siquiera superponerse. La única relación que los unía cuando se cruzaban en una esquina era él; su presencia imponente debía bastar para poner orden y garantizar la paz: su cuerpo de titán hacía de enla­ce solidario para ese pueblo minúsculo y hundido.

Marchando hacia el sur, iban en dirección a sus casas, es decir a la villa, de la que estaban más cer­ca a medida que se iban cargando. Pero también se­guían la dirección de los horarios de los camiones recolectores. La coincidencia era tan conveniente que parecía hecha a propósito.

El grueso del botín estaba en las inmediaciones de la avenida Rivadavia, en las calles transversales y las paralelas, con su alta densidad de edificios al­tos, comercios, restaurantes, verdulerías. Si no en­contraban ahí lo que buscaban, no lo encontraban más. Cuando llegaban a Directorio, si habían hecho buen tiempo, podían relajarse y rebuscar con más tranquilidad en los montones de basura, que se es­paciaban. Siempre había algo inesperado, algún mueble pequeño, un colchón, un artefacto, objetos extraños cuya utilidad no se adivinaba a simple vista. Si había lugar, lo metían en el carrito, y si no ha­bía lugar también, los ataban encima con cuerdas que llevaban para ese fin, y parecían estar efectuan­do una mudanza; el volumen de lo que se llevaban al fin debía de igualar al del total de susposesiones, pero sólo era la cosecha de una jornada; su valor, una vez negociado, debía de ser unas pocas mone­das. A esa altura las mujeres ya habían separado lo que se podía comer, y lo llevaban en bolsas colgan­do de las manos. Más allá de Directorio empezaba el barrio de las casitas municipales, vacío y oscuro, con sus calles en arco entremezcladas. Ahí había mucho menos que buscar, pero no les importaba. Volvían a apurarse, esta vez por llegar cuanto an­tes, tomaban las callecitas que los acercaran antes a Bonorino, por donde desembocaban en la villa. Pe­ro estaban cansados, y cargados, los niños tropeza­ban de sueño, el carrito zigzagueaba, la marcha to­maba el aire de un éxodo de guerra.

A Maxi se le cerraban los ojos. Por suerte en su casa comían tarde, pero él se levantaba temprano y necesitaba dormir mucho. Cuando ya estaba con los últimos de sus favorecidos, y tenía la seguridad de que no habría más, sólo esperaba la oportunidad de despedirse y volver a su casa, lo que general­mente hacía cuando salían a la calle Bonorino, des­de donde ellos seguían derecho, y él también en la dirección opuesta (vivía en la esquina de Bonorino y Bonifacio). Los cartoneros solían dar algunos ro­deos todavía hasta salir, más allá del barrio muni­cipal, a zonas mal definidas, de fábricas, depósitos, baldíos. Y una vez allí, en ocasiones eran ellos los que se despedían de él, pues una repentina inspi­ración, o un plan trazado de antemano (Maxi no podía saberlo: nunca entraban en detalles, y en rea­lidad apenas hablaban), los decidía a quedarse en alguna ruina, en algún sitio vacío que podía servir­les de refugio. Eso lo extrañaba, y nunca pudo ex­plicarse por qué lo hacían. Era evidente que estaban cansados, pero no tanto como para no hacer el res­to del camino. Quizás era para no tener que com­partir la comida que llevaban con parientes o veci­nos. Quizás no tenían casa, o compartían alguna casilla muy precaria e incómoda, y estaban mejor en uno de estos sitios casuales. En fin: era una de las ventajas de salir todos juntos a hacer su trabajo, en familia; donde se detenían, ahí estaba su casa.

Sea como fuera, mientras seguían en movimien­to él postergaba todo lo posible el momento de des­pedirse. En tanto que no se durmiera de pie, podía hacer un poco más por ellos. Se resistía a abando­narlos a su suerte, tan agotados los veía; y a él no le costaba nada, lo hacía por gusto. Ellos le tenían con­fianza, y su vigor era visible sin necesidad de explicaciones. Un elefante tirando de un cochecito de bebé no habría dado una impresión más cabal de lo poco que lo exigía. Todos habían llegado a conocer­lo en poco tiempo: aun los que le parecían descono­cidos, ya porque fueran nuevos en el oficio o vinie­ran de otra zona, o porque la casualidad hubiera querido que no se cruzaran (o bien porque él se confundiera, ya que era poco fisonomista y había tan­tos haciendo lo mismo y eran tan parecidos, sin contar con lo mal que veía de noche), siempre lo to­maban con naturalidad y le cedían muy agradeci­dos las varas del carrito. Quizá no habían necesita­do verlo antes para saber quién era, porque se había corrido la voz de su existencia entre ellos, como una leyenda, pero una modesta leyenda realista, y real, que no asombraba cuando se hacía realidad.En el tramo final subía a los niños al carrito, si había lugar, y los sentía dormirse. Si había lugar, invitaba con un gesto y una sonrisa a la madre a subir también. Y esas mujeres que parecía como si no hu­bieran sonreído nunca, respondían a su sonrisa con otra, tímida, y preguntaban "¿puede? ¿no le pesa demasiado?", por pura cortesía, porque era obvio que sí podía. Pero él aprovechaba la ocasión para responder que no había problema. "¡Por favor! ¡Arriba todos!", y miraba al padre de familia, como diciéndole "aproveche". Y si el hombrecito también se trepaba, la familia entera iba sobre ruedas, en rickshaw, sentada sobre su tesoro de basura. Sólo algún chico grande se negaba a subir, por orgullo o por pensar "sería demasiado", pero no por despre­cio, no agresivos, todo lo contrario: más identifica­dos con el gigante bueno que llevaba a los suyos, y echándole de reojo una mirada de admiración y or­gullo a los grandes músculos que se hinchaban a la luz de la luna. Era en esas ocasiones, cuando los ha­bía cargado a todos, que Maxi realmente creía que más de una vez se había dormido caminando.

La calle Bonorino, desde que nacía en Rivadavia, se llamaba en los carteles "Avenida" Esteban Bonorino, y nadie sabía por qué, porque era una ca­lle angosta como todas las demás. Todos pensaban que era uno de esos frecuentes errores burocráti­cos, una confusión de los distraídos funcionarios que habían mandado a pintar los carteles sin haber pisado jamás el barrio. Pero sucedía que era cierto, aunque de un modo tan secreto que nadie se ente­raba. Dieciocho cuadras más allá, pasando una cantidad de monoblocks y depósitos y galpones y baldíos, donde parecía que la calle ya se había ter­minado, y donde no llegaba ni el más persistente caminador, la calle Bonorino se ensanchaba trans­formándose en la avenida que prometía ser desde el comienzo. Pero no era el comienzo, sino el fin. Seguía apenas cien metros, y no tenía otra salida que un largo camino asfaltado, a uno de cuyos lados se extendía la villa. Maxi nunca había llegado hasta allí, pero se había acercado lo suficiente para verla, extrañamente iluminada, en contraste con el tramo oscuro que debían atravesar, casi radiante, coronada de un halo que se dibujaba en la niebla. Era casi como ver visiones, de lejos, y acentuaba es­ta impresión fantástica el estado de sus ojos y el sueño que ya lo abrumaba. A la distancia, y a esa hora, podía parecerle un lugar mágico, pero no era tan ignorante de la realidad como para no saber que la suerte de los que vivían allá estaba hecha de sor­didez y desesperación. Quizás era por vergüenza que los cirujas se despedían de él antes de llegar. Quizás querían que este joven apuesto y bien ves­tido que tenía el curioso pasatiempo de ayudarlos siguiera creyendo que vivían en un lugar lejano y misterioso, sin entrar en detalles deprimentes. Eso equivalía a suponerles una delicadeza de la que di­fícilmente podrían haberlos dotado sus circunstan­cias. Aunque era igualmente difícil pensar que no hubieran notado la pureza de Maxi, que resplande­cía en su cara linda de niño, sus ojos límpidos, su dentadura perfecta, su corte de pelo al rape, su ro­pa siempre recién lavada y planchada.Lo que también tenían que notar era el sueño que lo dominaba al final: masivo, invencible. Po­drían haber temido que se les durmiera, y no sa­brían dónde meterlo. Ese rasgo tenía mucho de in­fantil; era un niño en el cuerpo de un atleta hiperdesarrollado, que había reemplazado el desgaste del juego por el del levantamiento de pesas, y lo complementaba con el acarreo voluntario de basura. A lo que se sumaba el ritmo diurno muy marcado que le dictaba la alteración química de su hipotálamo y las pupilas (la "ceguera nocturna"). Y como si esto fuera poco (pero era parte del mis­mo sistema general), madrugaba muchísimo. Más de lo que debía, en realidad, por un hecho casual. El gimnasio abría a las ocho de la mañana, y él es­taba levantado, vestido y desayunado un buen ra­to antes. En el verano, cuando a las cinco ya era de día y la espera se le hacía excesiva, tomó la costum­bre de salir con el bolso una hora antes, y hacer tiempo con una caminata. En esos paseos había descubierto a un muchacho, evidentemente sin casa ni familia, que dormía bajo la autopista. Era un lugar raro, una especie de rincón de los que había formado la autopista al cruzar brutalmente la ciu­dad. La municipalidad había hecho una pequeña plaza seca en ese triángulo, que unía dos calles: ha­bían puesto unos bancos de cemento y canteros, pero todo se había destruido de inmediato (no era un sitio viable para ese fin) y se había cubierto de un pastizal altísimo. Sólo quedaba un estrecho pa­saje libre, que los vecinos debían de seguir usando para ir de una calle a otra sin dar la vuelta. Encima, como una colosal cornisa curvada, la autopista. Una vez Maxi, a primera hora de la mañana, se metió por ahí, y vio a este joven sentado contra el pare­dón, poniéndose las zapatillas. El joven lo miró con desconfianza mientras pasaba, y Maxi se dio cuen­ta de que había pernoctado al amparo de la autopis­ta y de lo abandonado del pasaje. Los yuyos oculta­ban a medias unos diarios que debían de haber sido su cama, y un bolso en el que debían de estar sus posesiones. Días después volvió a pasar, a la mis­ma hora, y otra vez lo vio en tren de partir. Por lo visto ése era su dormitorio: un lugar solitario, por el que no pasaba nadie de noche; y él lo abandona­ba al rayar el día. Maxi era el único que lo había des­cubierto. Las primeras veces que lo vio, le dio la im­presión de que no le gustaba la intrusión, pero después lo dejaba pasar sin alzar la vista. Empezó a pensar que, una vez descubierto su secreto, no le disgustaba que él pasara por ahí todos los días; po­día transformarse en un hábito, y por ello en una especie de compañía, aunque no intercambiaran una palabra, casi un sustituto, tan precario, de la familia o los compañeros que no tenía. Quizás al ver­lo pasar pensaba "ahí está otra vez, mi amigo des­conocido", con ésas u otras palabras. Uno nunca sabe a qué se pueden aferrar los solitarios, cuando no tienen nada. Y tener menos que éste era direc­tamente imposible. Maxi lo llamaba "el linyerita". Quién sabe qué hacía durante el día, de qué se ali­mentaba, cómo pasaba el tiempo; no debía de ale­jarse mucho, para que pudiera volver a dormir siempre en el mismo lugar. A unos pocos pasos, antes de salir de ese breve pasaje, el pastizal se ha­cía más alto y tupido, y de él salía un olor feo; ahí debía de hacer sus necesidades el linyerita.Era de edad indefinida, pero imberbe, así que no debía de tener más de dieciséis o diecisiete años, flaco y pe­queño, de pelo muy negro pero bastante pálido, con los ojos hundidos y cara de animal asustado. Tenía una especie de traje azul oscuro, sucio y arrugado.

De hecho, Maxi no tenía la total seguridad de que el linyerita durmiera ahí; siempre lo había vis­to despierto, y levantado, salvo aquella primera vez cuando estaba poniéndose las zapatillas. Pero eso no probaba nada: uno puede sacarse un zapato pa­ra quitar de él una piedrita que se le ha metido, y después necesariamente tiene que volver a ponér­selo. Además, como suele pasar con las primeras veces, cuando después la ocasión se repite siempre, esa primera vez se le hizo extraña en la memoria, y no podía confiar en ella. Claro que había otros indicios, como los diarios extendidos en el suelo, o el mal olor, y el más importante, la presencia del lin­yerita en su puesto todas las mañanas. Pero en ese punto había otra cosa incomprensible. Él no calcu­laba la hora, y esas vueltas matutinas eran irregu­lares, de modo que pasaba en cualquier momento, y sin embargo siempre lo encontraba en el mismo punto: ni estaba durmiendo todavía, ni se había ido ya. Podía ser simple coincidencia, pero seguía sien­do raro. De modo que empezó a salir más tempra­no, para ver si lo sorprendía dormido. Y no. El otro siempre le ganaba. La única explicación era que se levantara al alba, con el primer canto del gallo. Pe­ro entonces, ¿por qué lo encontraba de pie sobre sus diarios, como si acabara de despertarse? ¿Lo es­peraba a él? ¿Usaría su paso como la señal de parti­da? Podría haberlo averiguado, quizás, pasando más tarde, a ver si realmente lo esperaba. Pero pre­fería seguir la tendencia que llevaba e ir cada vez más temprano, con la ilusión de verlo algún día profundamente dormido. Y era por eso que se le­vantaba tempranísimo, desayunaba de prisa y sa­lía, y después pagaba las consecuencias muriéndo­se de sueño no bien oscurecía.

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