Los Ejércitos - Evelio Rosero

1 -  Los Ejécritos (fragmento)
Y era así: en casa del brasilero las guacamayas reían todo el tiempo; yo las oía, desde el muro del huerto de mi casa, subido en la escalera, recogiendo mis naranjas, arrojándolas al gran cesto de palma; de vez en cuando sentía a las espaldas que los tres gatos me observaban trepados cada uno en los almendros, ¿qué me decían?, nada, sin entenderlos. Más atrás mi mujer daba de comer a los peces en el estanque: así envejecíamos, ella y yo, los peces y los gatos, pero mi mujer y los peces, ¿qué me decían? Nada, sin entenderlos.
El sol empezaba.
La mujer del brasilero, la esbelta Geraldina, buscaba el calor en su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de una ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música.
En la cocina, la bella cocinerita —la llamaban «la Gracielita»— lavaba los platos, trepada en un butaco amarillo. Yo lograba verla a través de la ventana sin vidrio de la cocina, que daba al jardín. Mecía sin saberlo su trasero, al tiempo que fregaba: detrás de la escueta falda blanquísima se zarandeaba cada rincón de su cuerpo, al ritmo frenético y concienzudo de la tarea: platos y tazas llameaban en sus manos trigueñas: de vez en cuando un cuchillo dentado asomaba, luminoso y feliz, pero en todo caso como ensangrentado. También yo padecía, aparte de padecerla a ella, ese cuchillo como ensangrentado. El hijo del brasilero, Eusebito, la contemplaba a hurtadillas, y yo lo contemplaba contemplándola, él arrojado debajo de una mesa repleta de pinas, ella hundida en la inocencia profunda, poseída de ella misma, sin saberlo. A él, pálido y temblando —eran los primeros misterios que descubría—, lo fascinaba y atormentaba el tierno calzón blanco escabullándose entre las nalgas generosas; yo no lograba entreverlas desde mi distancia, pero lo que era más: las imaginaba. Ella tenía su misma edad, doce años. Ella era casi rolliza y, sin embargo, espigada, con destellos rosados en las tostadas mejillas, negros los crespos cabellos, igual que los ojos: en su pecho los dos frutos breves y duros se erguían como a la búsqueda de más sol. Tempranamente huérfana, sus padres habían muerto cuando ocurrió el último ataque a nuestro pueblo de no se sabe todavía qué ejército —si los paramilitares, si la guerrilla: un cilindro de dinamita estalló en mitad de la iglesia, a la hora de la Elevación, con medio pueblo dentro; era la primera misa de un Jueves Santo y hubo catorce muertos y sesenta y cuatro heridos—: la niña se salvó de milagro: se encontraba vendiendo muñequitos de azúcar en la escuela; por recomendación del padre Albornoz vivía y trabajaba desde entonces en casa del brasilero —de eso hará dos años—. Muy bien enseñada por Geraldina, aprendió a preparar todos los platos, y últimamente hasta los inventaba, de manera que desde hacía un año, por lo menos, Geraldina se había desentendido para siempre de la cocina. Esto yo lo sabía, viendo a Geraldina dorarse al sol de la mañana, beber vino, tenderse y distenderse sin más preocupación que el color de su piel, el propio olor de su pelo como si se tratara del color y la textura de su corazón. No en vano su larguísimo cabello cobrizo como un ala invadía cada una de las calles de este San José, pueblo de paz, si ella nos daba la gracia de salir a pasear. La acuciosa y todavía joven Geraldina guardaba para Gracielita su dinero ganado: «Cuando cumplas quince años», yo oía que le decía, «te entregaré religiosamente tu dinero, y además muchos regalos. Podrás estudiar modistería, serás una mujer de bien, te casarás, seremos los padrinos de tu primer hijo, vendrás a visitarnos cada domingo, ¿no es cierto, Gracielita?», y se reía, yo la oía, y también reía Gracielita: en esa casa tenía su cuarto, allí la esperaban cada noche su cama, sus muñecas. Nosotros, sus más próximos vecinos, podíamos asegurar con la mano en el corazón que la trataban igual que a otra hija.
En cualquier sitio del día los niños se olvidaban del mundo, y jugaban en el jardín rechinante de luz. Los veía. Los oía. Correteaban entre los árboles, rodaban abrazados por sobre las blandas colinas de hierba que ensanchaban la casa, se dejaban caer en sus precipicios, y, después del juego, de las manos que se enlazaban sin saberlo, los cuellos y piernas que se rozaban, los alientos que se entremezclaban, marchaban a contemplar fascinados los saltos de una rana amarilla o el reptar intempestivo de una culebra entre las flores, que los inmovilizaba de espanto. Tarde o temprano aparecía el grito desde la terraza: era Geraldina, todavía más desnuda que nunca, sinuosa debajo del sol, su voz otra llama, aguda pero armoniosa. Llamaba: «Gracielita, hay que barrer los pasillos».
Ellos dejaban el juego, y una suerte de triste fastidio los regresaba al mundo. Ella iba corriendo de inmediato a retomar la escoba, atravesaba el jardín, el uniforme blanco ondeaba contra su ombligo igual que una bandera, ciñendo su cuerpo nuevo, esculpiéndola en el pubis, pero él la seguía y no demoraba en retomar, involuntariamente, sin entenderlo, el otro juego esencial, el paroxismo que lo hacía idéntico a mí, a pesar de su niñez, el juego del pánico, el incipiente pero subyugante deseo de mirarla sin que ella supiera, acechándola con delectación: ella entera un rostro de perfil, los ojos como absueltos, embebidos en quién sabe qué sueños, después las pantorrillas, las redondas rodillas, las piernas enteras, únicamente sus muslos, y, si había suerte, más allá, a lo profundo.
—Está usted encaramado en ese muro todos los días, profesor, ¿no se aburre?
—No. Recojo mis naranjas.
—Y algo más. Mira a mi mujer.
El brasilero y yo nos contemplamos un instante.
—Por lo visto —dijo él—, sus naranjas son redondas, pero más redonda debe ser mi mujer, ¿cierto?
Sonreímos. No podíamos hacer otra cosa.
—Es verdad —dije—. Si usted lo dice.
No miraba a su mujer, en ese momento, sólo a Gracielita, y, sin embargo, lancé involuntariamente una ojeada a lo hondo de la terraza donde Geraldina, tendida bocabajo en la colcha, parecía desperezarse. Enarbolaba brazos y piernas a todas las distancias. Creí ver en lugar de ella un insecto iridiscente: de pronto se puso de pie de un salto, un saltamontes esplendente, pero se transformó de inmediato nada más ni nada menos en sólo una mujer desnuda cuando miró hacia nosotros, y empezó a caminar en nuestra dirección, segura en su lentitud felina, a veces acobijada bajo la sombra de los guayacanes de su casa, rozada por los brazos centenarios de la ceiba, a veces como consumida de sol, que más que relumbrarla la oscurecía de pura luz, como si se la tragara. Así la veíamos aproximarse, igual que una sombra.
Eusebio Almida, el brasilero, tenía una varita de bambú en la mano y la golpeaba suavemente en su grueso pantalón caqui de montar. Acababa de llegar de cacería. No lejos se oía el piafar de su caballo, entre la risa esporádica de las guacamayas. Veía que su mujer se acercaba, desnuda, bordeando los azulejos de la pequeña piscina redonda.
—Sé muy bien —dijo sonriendo con sinceridad— que a ella no le importa. Eso no me preocupa. Me preocupo por usted, profesor, ¿no le duele el corazón? ¿Cuántos años dice usted que tiene?
—Todos.
—Humor no le falta, eso sí.
—¿Qué quiere que diga? —pregunté, mirando al cielo—: Le enseñé a leer al que ahora es el alcalde, y al padre Albornoz; a ambos los tiré de las orejas, y ya ve, no me equivoqué: todavía deberíamos jalárselas.
—Me hace reír, profesor. Su manera de cambiar de tema.
—¿De tema?
Pero ya su mujer estaba con él, y conmigo, aunque a ella y a mí el muro, y el tiempo, nos separaba. El sudor brillaba en su frente. Sonreía entera: la ancha risotada partía desde el vello escaso de la rosada raya a medias que más que acechar yo presentía, hasta la boca abierta, de dientes pequeños, que reía como si llorara:
—Vecino —me aulló con un grito festivo, su costumbre al encontrarnos en cualquier esquina—, tengo tanta sed, ¿no me va a regalar una naranja?
Los descubría, gozosos, ahora abrazados a dos metros debajo de mí. Las jóvenes cabezas erguidas y sonrientes me vigilaban a su vez. Elegí la mejor naranja y yo mismo la empecé a pelar, mientras ellos se mecían, divertidos. Ni a ella ni a él parecía importarles la desnudez. Sólo a mí, pero no di muestras de esta solemne, insoslayable emoción, como si nunca, en estos últimos años de mi vida, hubiese sufrido o pudiese sufrir la desnudez de una mujer. Extendí el brazo hacia abajo, con la naranja en la mano, hacia ella.
—Cuidado profesor, que se cae —dijo el brasilero—. Mejor arroje esa naranja. Se la recibo.
Pero yo seguí terciado al muro, extendido: a ella no le hacía falta sino dar un paso y recibir la naranja. Entreabrió la boca, sorprendida, dio el paso y me recibió la naranja riendo otra vez, encantada.
—Gracias —dijo.
Un efluvio amargo y dulce se remontó desde la boca enrojecida. Sé que esa misma exaltación agridulce nos sobrecogió a los dos.
—Como ve —dijo el brasilero—, no le importa a Geraldina pasearse desnuda ante usted.
—Y tiene razón —dije—. A mi edad yo ya lo vi todo.


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