La máscara de Ripley - Patricia Highsmith

1 (fragmento)

Tom se hallaba en el jardín cuando sonó el teléfono. Dejó que madame Annette, el ama de llaves, lo contestase y siguió raspando el húmedo musgo que se adhería a los lados de los peldaños de piedra. El mes, octubre, se había presentado lluvioso.
—M’sieur Tome! —oyó decir a madame Annette con su voz de soprano—. ¡Londres al aparato!
—Ya voy —respondió Tom. Tiró la paleta al suelo y subió los peldaños. El teléfono de la planta baja estaba en la sala de estar. Tom no se sentó en el sofá de raso amarillo porque llevaba los pantalones sucios.
—Hola, Tom. Aquí Jeff Constant. ¿Recibiste...? —se oyó un ruido.
—¿Puedes hablar más alto? La comunicación es muy mala.
—¿Está mejor así? Yo te oigo muy bien.
El teléfono siempre se oía bien en Londres.
—Un poco.
—¿Recibiste mi carta?
—No —dijo Tom.
—¡Oh! Tenemos problemas. Quería ponerte al tanto; Hay un... Se oyó crepitar el aparato, luego un zumbido seguido de un chasquido sordo y la comunicación quedó cortada.
—¡Maldita sea! —musitó Tom. «¿Al tanto de qué? —se preguntó—. ¿Es que algo iba mal en la galería? ¿Se trataba de Derwatt Ltd.? Y ¿por qué tenían que advertirle a él precisamente?»
Tom apenas estaba involucrado. Ciertamente él había dado con la idea de Derwatt Ltd., y ello le proporcionaba ciertos ingresos, pero... Tom miraba el teléfono, esperando que volviese a sonar de un momento a otro.
«Quizás debiera llamar a Jeff», pensó. Desechó la idea. No sabía si Jeff estaba en su estudio o en la galería. Jeff Constant era fotógrafo. Tom se dirigió hacia la puerta vidriera que comunicaba con el jardín posterior. «Rasparé un poco más de musgo» —decidió. Tom cuidaba el jardín para pasar el rato. Le gustaba dedicar una hora diaria a esta tarea. Cortaba el césped con la segadora manual, pasaba el rastrillo, quemaba ramitas y arrancaba las malas hierbas. Era un buen ejercicio que, además, le permitía soñar despierto. Apenas llevaba unos instantes trabajando con la paleta, cuando el teléfono sonó.
Madame Annette estaba entrando en la sala de estar con un plumero para quitar el polvo. Era una mujer de escasa estatura y cuerpo robusto, de unos sesenta años y más bien alegre. No conocía ni una sola palabra de inglés y parecía incapaz de aprender incluso a decir «buenos días», lo cual convenía perfectamente a Tom.
—Yo responderé, madame —dijo Tom, tomando el aparato.
—Allô! —se oyó decir a Jeff—. Escucha, Tom, me pregunto si puedes venir a Londres.
A Londres, yo...

—Tú, ¿qué?
La comunicación era deficiente otra vez, aunque no tanto como la anterior.
—Decía que... Te lo he explicado en mi carta. Ahora no puedo darte detalles. Pero se trata de algo importante, Tom. —¿Es que alguien ha metido la pata? ¿Bernard, quizá? —En cierto modo. Un hombre está en camino desde Nueva York, probablemente llegará mañana.
—¿Quién es?
—Te lo explicaba en mi carta. Ya sabes que la exposición de Derwatt se inaugura el martes. Intentaré mantenerlo alejado hasta entonces. Ed y yo estaremos demasiado ocupados para recibir visitas.
La voz de Jeff denotaba ansiedad.
—¿Estás libre, Tom?
—Pues... sí, lo estoy.
Pero Tom no tenía el menor deseo de ir a Londres.
—Intenta ocultárselo a Heloise. Me refiero a tu viaje a Londres.
—Heloise está en Grecia.
—¡Oh, magnífico!
Por primera vez el tono de Jeff reflejaba cierto alivio. Aquella tarde, a las cinco, llegó la carta de Jeff, por correo urgente y certificado.

104 Charles Place

N.W. 8

«Apreciado Tom: »La nueva exposición de Derwatt se inaugura el martes día 15.Es la primera en dos años. Bernard tiene diecinueve telas nuevas y contamos con que nos presten otras. Ahora vamos por las malas noticias.
»Se trata de un americano llamado Thomas Murchison; no es un marchante, sino de un coleccionista retirado y podrido de dinero. Hace tres años nos compró un Derwatt. Lo comparó con un Derwatt de una época anterior que acababa de ver en Nueva York, y ahora dice que se trata de una falsificación. Es cierto, desde luego, ya que es uno de los que pintó Bernard. Me escribió una carta a la Buckmaster Gallery diciendo que, en su opinión, el cuadro que le vendimos no es auténtico porque la técnica y los colores corresponden a una época cinco o seis años anterior, en la obra de Derwatt. Tengo un claro presentimiento de que Murchison viene con la intención de armar jaleo. ¿Qué podemos hacer al respecto? A ti siempre se te ocurren buenas ideas, Tom.
»¿Puedes venir para hablar con nosotros? Todos los gastos irán a cargo de la Buckmaster Gallery. Más que ninguna otra cosa necesitamos una inyección de confianza. No creo que Bernard haya metido la pata en ninguna de las nuevas telas. Pero se le ve muy excitado y no queremos tenerle aquí durante la inauguración, especialmente durante la inauguración.

»Por favor, ¡ven en seguida si puedes!»
Saludos,

Jeff

»P. D. La carta de Murchison era cortés, pero supongamos que sea la clase de individuo capaz de insistir en entrevistarse con Derwatt en Méjico para asegurarse, etc.»

Esta última observación era muy acertada —pensó Tom— porque Derwatt no existía. El cuento (inventado por Tom) hecho público por la Buckmaster Gallery y por la pequeña banda de leales amigos de Derwatt era que éste se había retirado a un pueblecito de Méjico y no recibía a nadie, carecía de teléfono y había prohibido a la galería dar cuenta de su dirección. Bien, si Murchison se trasladaba a Méjico iba a cansarse de tanto buscar y tendría trabajo para toda una vida.
Lo que Tom veía como si ya estuviese sucediendo es que Murchison, que probablemente se traería el cuadro de Derwatt, empezaría a hablar con otros marchantes y finalmente con la prensa. Ello podría levantar sospechas y traer consigo el final del mito Derwatt. «¿Se vería metido en el asunto por el gang?» —pensó Tom—. (Tom empleaba siempre la palabra gang cuando pensaba en el grupo de habituales de la galería, los viejos amigos de Derwatt, a pesar de que odiaba este término siempre que lo empleaba). Además —se temía Tom— Bernard podía citar el nombre de Tom Ripley, no con mala intención sino a causa de su insensata, casi divina, honradez.
Tom había mantenido su nombre y su reputación intachables, sorprendentemente intachables si se tenía en cuenta todo cuanto había hecho. Resultaría muy embarazoso que los periódicos franceses publicasen que Thomas Ripley, de Villeperce-sur-Seine, esposo de Heloise Plisson, hija de Jacques Plisson, millonario y dueño de la empresa Plisson Pharmaceutiques, era el cerebro creador del lucrativo fraude llamado Derwatt Ltd., y llevaba años percibiendo un porcentaje del mismo, aunque se tratase solamente de un diez por ciento. El asunto resultaría excesivamente vil. Incluso Heloise, cuyo sentido de la moralidad era, en opinión de Tom, prácticamente inexistente, reaccionaría ante el hecho, con toda probabilidad. Su padre, por supuesto, ejercería presión sobre ella (suprimiéndole su asignación) para que se divorciase.
Derwatt Ltd., era ya una empresa de envergadura y su caída provocaría repercusiones. Con ella se derrumbaría el provechoso negocio de materiales para artistas que se vendían con la marca Derwatt y que proporcionaba también un porcentaje, en concepto de derechos de explotación, a Tom y al gang. Luego estaba la Escuela de Arte Derwatt en Perusa, destinada a acoger principalmente a viejecitas simpáticas y a jóvenes americanas de vacaciones en Europa pero, así y todo, una buena fuente de ingresos. Las ganancias de la escuela no eran, en su mayoría, producto de las enseñanzas de arte que en ella se impartían ni de la venta de los productos Derwatt, sino que procedían principalmente de su labor de intermediaria en la búsqueda de alojamiento en casas y apartamentos amueblados, siempre los más caros, para los turistas-estudiantes de bolsillos forrados de dinero que a ella acudían. La escuela percibía una parte del dinero del alquiler. Su dirección estaba a cargo de dos «locas» inglesas que no tenían conocimiento del engaño Derwatt.


Tom no acababa de decidirse sobre si debía o no ir a Londres. ¿Qué podía decir a los demás? Por otro lado, no acababa de comprender el problema. ¿Acaso un pintor no podía volver a emplear una técnica ya superada en uno de sus cuadros?
—¿M’sieur prefiere chuletas de cordero o jamón frío esta noche? —preguntó madame Annette a Tom.
—Chuletas de cordero, creo. Gracias. Por cierto, ¿cómo está su muela?
Aquella mañana madame Annette había visitado al dentista del pueblo, en quien tenía depositada una confianza inmensa, para que le examinase una muela que no la había dejado dormir en toda la noche.
—Ya no duele. ¡Es tan simpático, el Dr. Grenier! Me dijo que se trataba de un absceso, pero abrió la muela y me dijo que el nervio caería solo.
Tom asintió con la cabeza y se preguntó como diablos el nervio podía caer por sí solo. Seguramente por la fuerza de la gravedad. Una vez le habían tenido que extraer un nervio, también de una muela superior, con gran esfuerzo.
—¿Eran buenas las noticias de Londres?
—No, es decir... Era simplemente la llamada de un amigo.
—¿Hay noticias de madame Heloise?
—Hoy no.
—¡Ah, imagínese el sol! ¡Grecia!
Madame Annette estaba frotando la superficie ya rutilante de una gran cómoda de roble colocada al lado de la chimenea.
—¡Fíjese! No hay sol en Villeperce. Ya tenemos el invierno encima.
—En efecto.
Madame Annette llevaba ya varios días diciendo lo mismo cada tarde.
Tom no esperaba ver a Heloise hasta cerca de Navidad. Aunque, por otro lado, era capaz de presentarse repentinamente, sin avisar, por haber tenido una riña, intrascendente pero irreparable, con sus amigos, o sencillamente por haber cambiado de parecer sobre los largos cruceros marítimos. Heloise era muy impulsiva.
Tom puso un disco de los Beatles para levantarse el ánimo; luego, con las manos en los bolsillos, paseó de un lado a otro por el espacioso cuarto de estar. Le gustaba la casa. Era un edificio de dos plantas, de forma más bien cuadrada y construido de piedra gris, con cuatro torreones sobre otras cuatro habitaciones circulares, situadas en las esquinas de la planta alta, que daban a la casa el aspecto de un pequeño castillo. El jardín era inmenso y la finca había costado una fortuna, incluso para un americano. El padre de Heloise la había entregado como regalo de boda hacía tres años. Antes de casarse, Tom había estado necesitado de dinero, ya que el de Greenleaf no le bastaba para disfrutar del tipo de vida que le gustaba, y ello le había inducido a aceptar una parte en el asunto Derwatt. Ahora se arrepentía de ello. Se había conformado con un diez por ciento incluso cuando este porcentaje representaba muy poco. Ni él se había percatado de que el asunto Derwatt florecería de modo semejante.

Tom pasó la velada del mismo modo que la mayoría de sus veladas, tranquilo y solo, pero sus pensamientos estaban agitados. Puso el tocadiscos estereofónico a poco volumen, mientras comía, y leyó a Servan-Schreiber en francés. Se encontró con dos palabras que desconocía. Las buscaría por la noche en el Harrap's que tenía en la mesita de noche. Tenía una memoria muy buena para retener palabras que luego buscaba en el diccionario.
Después de cenar se puso un impermeable, aunque no llovía, y se dirigió a pie al pequeño café-bar situado a un cuarto de milla de distancia. Allí tomaba café algunas tardes, de pie ante la barra. Invariablemente Georges, el propietario, le bacía preguntas sobre Heloise, y se lamentaba de que Tom tuviese que pasar tanto tiempo solo. Aquella noche Tom dijo alegremente:
—Oh, no estoy seguro de que permanezca en ese yate un par de meses más. Se aburrirá.
—Quel luxe! —murmuró Georges con expresión soñadora. Era un individuo barrigudo y carirredondo.
Tom desconfiaba de su sempiterno buen humor. La esposa, Marie, una morena robusta y enérgica que usaba lápiz de labios de un tono rojo chillón, era una mujer decididamente dura, pero tenía una forma de reír estrepitosa y feliz que la hacía simpática. El bar era de los que frecuentan los obreros y ello le traía sin cuidado a Tom, pero no era su bar favorito. Simplemente era el que caía más cerca. Al menos Georges y Marie nunca se habían referido a Dickie Greenleaf. En París, algunos conocidos suyos o de Heloise sí lo habían hecho, y lo mismo había sucedido con el propietario del Hotel St. Pierre, el único que había en Villeperce. El propietario le había preguntado:
—¿A lo mejor es usted el mister Ripley que tenía amistad con el americano Greenleaf?
Tom había admitido que así era. Pero eso había sucedido tres años antes, y semejante pregunta, siempre y cuando se detuviese en aquel punto, no le ponía nervioso. De todos modos, prefería evitar el tema. Según los periódicos, había recibido una importante suma de dinero, unos ingresos regulares a decir de algunos, en el testamento de Dickie, lo cual era cierto. Al menos ningún periódico había hecho la menor insinuación en el sentido de que el mismo Tom había redactado el testamento, lo cual era igualmente cierto. Los franceses tenían siempre buena memoria para los detalles financieros.
Tras tomarse el café, Tom regresó a pie a casa, diciendo «bono soir» a uno o dos habitantes del pueblo que se encontró por el camino y resbalando de vez en cuando, por culpa de las hojas empapadas que cubrían el borde del camino. No había acera propiamente dicha. Llevaba consigo una linterna pequeña porque los faroles distaban demasiado entre sí. Vislumbró algunas familias cómodamente reunidas en la cocina, mirando la televisión y sentadas en torno a la mesa cubierta con un hule. En algunos patios se oía ladrar a los perros, sujetos con una cadena. Finalmente abrió la verja de hierro, de tres metros de altura, de su propia casa, y la grava crujió bajo sus zapatos. La luz de la habitación de madame Annette permanecía encendida. Madame Annette tenía su propio televisor. A menudo, Tom pintaba por la noche, solamente para distraerse. Sabía que como pintor era muy malo, peor que Dickie. Pero esa noche no estaba de humor. En lugar de pintar, escribió una carta a un amigo de Hamburgo, un americano llamado Reeves Minot, preguntándole cuándo iba a necesitar de sus servicios. Reeves tenía que colocar un microfilm o algo así a un cierto conde Bertolozzi, italiano, sin que éste se diese cuenta. El conde pasaría luego uno o dos días con Tom en Villeperce, y Tom aprovecharía la ocasión para extraer el objeto del equipaje o de donde estuviese —ya se lo indicaría Reeves—,  para mandarlo seguidamente a París, a un individuo del que no sabía absolutamente nada. Tom solía prestar estos servicios de intermediario, a veces con motivo de algún robo de joyas. Resultaba más fácil que Tom sacase la mercancía del equipaje de sus invitados, en vez de que alguien intentase hacerla en un hotel de París, aprovechando la ausencia del portador. Tom conocía superficialmente al conde Bertolozzi a resultas de un reciente viaje a Milán, donde Reeves, que vivía en Hamburgo, se hallaba también a la sazón. Tom y el conde habían hablado de pintura. Por lo general, a Tom le resultaba fácil convencer a quienes disponían de tiempo libre para que pasasen un par de días en su casa de Villeperce y, de paso, admirasen sus cuadros. Aparte de los Derwatts, Tom poseía un Soutine, pintor por cuya obra sentía una especial predilección, un Van Gogh, dos Magrittes, dibujos de Cocteau, de Picasso, y de muchos otros autores no tan famosos pero que él consideraba igual de buenos o incluso mejores. Villeperce estaba cerca de París, y a los huéspedes les agradaba pasar unos días en el campo antes de proseguir viaje hacia la ciudad. De hecho, Tom iba con frecuencia a buscarlos en coche a Orly, ya que Villeperce distaba sólo unos sesenta y pico de kilómetros del aeropuerto. Sólo una vez había fracasado Tom, cuando un huésped americano cayó enfermo inmediatamente después de llegar a casa de Tom debido, probablemente, a algo que había comido por el camino. Tom no había logrado acercarse a la maleta del invitado porque éste se pasó todo el tiempo en cama y despierto. El objeto —otro microfilm— lo había recuperado otro agente de Reeves en París, no sin cierta dificultad. Tom no lograba comprender el valor que podían tener algunas de estas cosas, aunque, a decir verdad, lo mismo le sucedía al leer novelas de espionaje. Además, Reeves no era más que otro intermediario que cobraba un porcentaje como él. Tom se trasladaba siempre a otra población, utilizando el coche, para reexpedir los objetos, cosa que hacía siempre utilizando un nombre y una dirección falsos en el remite.

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